León Beckman, inmigrante judío-polaco, llegó a la Argentina (1936) junto a su madre a los ocho años. Su padre había llegado cinco años antes para probar suerte, intuyendo que el futuro en su país no iba a ser el mejor. Los primeros meses sobrevivieron en la capital y luego consiguieron viajar a La Plata, gracias a la ayuda de algunos conocidos. Allí se instalaron y consiguieron abrir una tienda de ropa: “Carmel”, en homenaje al famoso monte israelí. En 1962 se le detectó una esclerosis múltiple.
Unos meses después murió su madre y en el año 1968, su padre. En medio de semejante sucesión de catástrofes, decide viajar a Buenos Aires y a mediados de los años 70 se interna en el Hospital Israelita. Desde entonces se transformó en un nuevo habitante de ese micro mundo que lo recibe y lo cobija. Su rutina diaria consistía en tipear, en su antigua máquina de escribir Olivetti de metal color verde oliva, las altas y las bajas que se sucedían diariamente en el Hospital. Se trasladaba con mucha dificultad pero nunca dejaba que las enfermeras lo ayudaran en su desenvolvimiento diario y hasta se resistía cuando intentaban auxiliarlo si sufría alguna caída.
Lo que sigue es una serie de siete encuentros en el transcurso del año 2006, en los que intenté acercarme a este ser excepcionalmente austero, diáfano y bondadoso. Desde el principio, me impuse la difícil tarea de percibir lo más fielmente posible sus experiencias y pensamientos más personales y así poder transmitirlos claramente.
Creo haber reflejado acertadamente su ideario, su selectiva intencionalidad, sus convicciones, su sagacidad para desentrañar ciertas encrucijadas, su intuición y su asombrosa capacidad de adaptación.
Descuento que habrán quedado en el camino relieves, palabras, gestos u omisiones que no alcancé a “leer” acertadamente, como a un libro que nos supera y al que, alguna vez, intentaremos reconquistar.
Primer encuentro (10.08.06)
¿Un León encerrado?
Una existencia entre lenguas.
Ser íntegro y digno.
Dice Arendt: “Si a una la atacan como judía, tiene que defenderse como judía. No como alemana, ni como ciudadana del mundo, ni como titular de derechos humanos ni nada por el estilo”. Con estas palabras no trataba de proporcionar alguna especie de receta para establecer en qué consistiría defenderse como judío, sino que indicaba que, bajo un ataque la persona se ve reducida a lo simplemente otorgado, es decir, le es negada la libertad de acción específicamente humana. A partir de este momento, todas sus acciones parecen sólo poder ser explicadas como consecuencias “necesarias” de ciertas cualidades judías; se la ha convertido en simple miembro de la especie humana de la misma manera que los animales pertenecen a una determinada especie animal”.
Prólogo de «Una revisión de la historia judía», Hannah Arendt, por Fina Birulés.
Hoy visitamos a León. Casi sin presentarnos y sin que supiera la razón de nuestra presencia, conversamos sobre la guerra en El Líbano y de su infancia en Polonia. Dijo haberse “olvidado” del idioma polaco, recordó y pronunció sólo algunas palabras “Jude de M…”, “Ida do Palestina”. Reiteró su rechazo por lo polaco con una anécdota de la visita del Papa Ratzinger a Polonia, en la cual desde la radio “María”, lanzaron consignas antisemitas que molestaron al propio Papa.
Confesó sentirse joven y se mostró optimista en cuanto a la evolución de su enfermedad, comentó que “la edad es sólo un número” y “sólo es viejo aquel que se entrega”, que él era “su propio psicoanalista” y además “sumamente autocrítico”.
Comenzó a trabajar en el Hospital para ocupar sus horas libres por una sugerencia de un médico, hace ya veinte años, para lo cual debió reemplazar su pijama por ropa de calle. Se le asignó la tarea de tipear los programas de los distintos seminarios médicos, que, por entonces, funcionaban en el Hospital.
Cuando le manifestamos la posibilidad de volver a verlo, señaló, humildemente: «no tengo mucho más para decir”. No le mencionamos nuestra intención, porque no nos pareció oportuno hacerlo, agregó que no entendía la razón de tanta repercusión mediática (Mauro Viale lo entrevistó para su programa, lo mismo que la “Radio Jai”).
Dado su “bajo perfil”, admitió haberse prestado al reportaje de Clarín a desgano, a pedido del Consejo del Hospital. Debido a su enorme vulnerabilidad, va a resultar difícil encontrar un espacio respetuoso y no invasivo para proponerle nuestra idea.
Igualmente, haberlo conocido representa una experiencia gratamente enriquecedora y de un enorme valor humano.
Carta a León:
“Y acá, Viejo, como esos salmones que saltan la cascada en contra, que trepan cataratas a pura voluntad y coletazo, macho y hembra, porque a desovar van todos, pero van, y la quedan, se los comen los osos, los zorros, el aire, se asfixian, se pudren al sol para mejor degustación de los carroñeros; pero ellos ahí van, año trás año, siempre, para ir a heder al lugar de dónde vinieron; qué extraña corrientes nos lleva, hombres y salmones, a rastrear el punto de partida, cuando el pescado puede elegir otro remanso para incubar, y uno, que ya sabe que viene de ahí, para qué ir ahí. Pero ahí van, salmones y hombres”.
(fragmento de «Las cartas que no llegaron», Mauricio Rosencof).
Estimado León: Elegí este fragmento para introducir mi carta porque refleja acabadamente lo que motivó la escritura de la misma. También explica y resignifica la razón o las razones de nuestra presencia, hace unas semanas, en el Hospital. Después de leer y conocer su historia en Clarín, experimenté la necesidad inmediata de acercarme a mi origen, a mi propio pasado, a conocer y encontrarme, quizás por primera vez, con imágenes y sensaciones borrosas pero familiares, perennes…
Su historia remitió a mi propia historia, y, respetando sus singularidades, descubrí olores, sonidos, emociones, territorios y rostros comunes y entrañables. En ese recorrido, imaginé la posibilidad de visitarlo y de contarle lo que su sóla presencia había desencadenado en mi vida.
En esa oportunidad no sé si logré, no fue nada sencillo, transmitir fielmente lo que pretendo reflejar en esta carta. Quizás tampoco lo consiga esta vez, pero tal vez resulte un buen medio para intentarlo. Igualmente, espero que encontremos nuevas oportunidades para seguir buscando.
Por último, quería expresarle mi más sincero interés en documentar futuros encuentros, donde podríamos conversar, sencilla e informalmente, acerca de todas estas cuestiones de su historia.
Desde ya le agradezco su amabilidad, bondad y predisposición para atendernos y recibirnos sin siquiera saber quiénes éramos, ni qué queríamos.
Con cariño.
Alter e Iris.
Segundo encuentro (23.08.06)
Carta.
Navegar en una divisoria de aguas.
“La utopía del judío, es el judío. Su porvenir. No tal o cual utopía que pudiera tener. Es él mismo una utopía. De los otros y de sí mismo. Para los otros, para sí mismo. Su lugar y su presente parece ser su pasado. Su utopía se ha desplazado. Ella era la de quererse un lugar. Sus enemigos querían un judío utópico, bueno para ningún lugar. Su utopía era la de quererse judío, de permanecer siéndolo”.
«El judío como utopía», Meshonnic.
Luego de algunos contratiempos, finalmente pudimos visitar a León. Volvimos ansiosos por comprobar, entre otras cosas, si se acordaría de nosotros, si nuestra presencia en el Hospital habría tenido algún peso en sus días, aunque descontábamos que no el mismo que para nosotros. También para contarle nuestra intención de registrar nuestros futuros encuentros.
Llevábamos una carta para leerle, que esbozaba las razones de nuestra presencia aquella primera vez y los motivos por los cuales su historia había interesado hondamente en nuestras vidas. Ese salvoconducto nos permitiría sortear inicialmente la dificultad que suponía el postergado reencuentro y, una vez retomado el hilo, allanar el camino hacia la posibilidad de uno nuevo.
Al llegar a la habitación 709, nos encontramos con la misma escena de la primera visita: «Don León», dormía religiosamente su siesta acurrucado sobre su cama de Hospital. Decidimos dejarle la carta a una enfermera y avisamos que volveríamos más tarde. De este modo, León leería la carta y recordaría nuestra inesperada aparición hace ya más de dos semanas.
Al volver, recibimos una luminosa recepción de nuestro anfitrión quien, al saludarnos, pronunció nuestros nombres afectuosamente. Ante nuestra consulta, dijo haber leído la carta y, agregó, que le había parecido “cultural y profunda”. Manifestó su deseo de releerla, se interesó por el texto de Rosencof y, especialmente, por la parábola de los peces volviendo recurrentemente a desovar a su lugar original.
León se nos presenta siempre amable, aunque, a veces, asume un rol algo impostado y formal. En esa oportunidad se imagina como un “hombre de consulta”, aquél que debería “dar testimonio” y hablar “en representación del Hospital”. Su propósito en la vida es“sentirse útil para cualquiera que lo requiera o necesite”.
También convive en él un espíritu más libre y espontáneo, más accesible y llano, que se permite el humor y escapa a la convención anterior. Entonces, nos encontramos con alguien afín y familiar, con quien es más sencillo entablar un lazo o establecer algún vínculo.
León no aceptó nuestra propuesta de registrar nuevos encuentros argumentando que “no le gusta la exposición”, que «prefiere no recordar algunas experiencias de su historia” y que «trabaja para no pensar”.
Igualmente, no evitó responder cuestiones inherentes a su infancia en Polonia, a su vida en La Plata o a su relación con su prima Fanny.
Sus formas, módicas y cautelosas, sin inflexiones ni estridencias, lo alejan definitivamente del hambre voraz de los guerreros y lo ubican en alguna tierra liberada.
Desde su lugar, austero y ascético, resiste, aún sin saberlo, a aquellos que nos prometen la panacea y la felicidad. Su presencia, su voz, se embarca por océanos inhóspitos, lejanos e inalcanzables. Utópica.
Tercer encuentro (30.08.2006)
Don León / Leibele.
Mirada transparente, infantil y bondadosa.
Sholem Aleijem / Sholem Rabinovich.
Su soberanía.
La realidad frente a lo rutinario.
“Yo nunca hice otra cosa que soñar. Ha sido ése, y sólo ése, el sentido de mi vida. Nunca tuve otra preocupación verdadera que no fuese la de mi vida interior. (…) Nunca quise nada sino ser un soñador”.
“Lo que mata al soñador es no vivir cuando sueña; lo que hiere al agente es no soñar cuando vive. Yo fundí en un color único de felicidad la belleza del sueño y la realidad de la vida. Matar el sueño es matarnos. Es mutilarnos el alma. El sueño es lo que tenemos de realmente nuestro”.
«Libro del desasosiego», Fernando Pessoa.
El Hospital aparece ante mis ojos más deshabitado y ocioso que otras veces. En su interior el tiempo discurre lentamente, en contraste con el ritmo desmesuradamente urgente de la calle.
León me cuenta que está solo. Pienso en su soledad existencial. Luego descubro que han desocupado todo el séptimo piso, próximamente llegarán nuevos pacientes. Mientras tanto, León permanece allí como único y privilegiado sobreviviente.
Entonces recuerdo unas palabras de Alejandra (mi analista), cuando le hablé de León por primera vez: «León tiene nombre de rey, tal vez reine en el Hospital de Israel”. Nunca una frase me pareció más apropiada. Una vez más, su espacio en el Hospital ha sido respetado y preservado.
Menciona la creación del Estado de Israel y la importancia de ese acto como valor simbólico para propios y extraños. Aunque minúsculo, esa sola pertenencia le da sentido a su existencia como judío y le garantiza un futuro.
Sorprende ver cómo, en medio de tanta “precariedad”, León conserva y desarrolla su propia autonomía sobre sus escasos pero valiosos bienes, en su territorio se desplaza apoyado en una silla a la que no abandona hasta volver a sentarse en ella.
«Leibele» sueña con sus padres, su mente revive, recrea inocentemente, momentos junto a ellos, le cuesta reconocer que una escena tan distante en el tiempo aparezca en sus sueños con tanta vivacidad, tan conmovedoramente. Sus ojos de niño asombrado brillan entre sorprendidos e incrédulos, cuando rememora aquellos momentos.
«Don León» recuerda al escritor judío Sholem Rabinovich, más conocido como Sholem Aleijem, señala rasgos del judío que le son propios: sabiduría, ironía, sensibilidad, sentido del humor. Cualidades que poseen los personajes de sus obras en las que el genial escritor describe satíricamente el devenir de dichos seres creyentes e ingenuos.
Cuenta, que para transitar la vida es primordial encontrar y reconocer en cada día algo distinto, descubrir y reparar en aquellos pequeños detalles, aún dentro del propio cuarto del Hospital.
Cuarto encuentro (08.09.2006)
El destierro como repetición
“Hubo una guerra. Israel mostró su poderoso músculo, pero tras él se vislumbró precisamente su impotencia y su fragilidad… Descubrimos que la fuerza militar que tenemos no puede asegurarnos, en definitiva, nuestra existencia”.
David Grossman.
León nos recibe con estas palabras: “No me hallo”… Su desamparo es radical, profundo, su fragilidad, obvia. Está instalado provisoriamente en el segundo piso del Hospital.
Lo han desterrado de su habitación del séptimo piso. La novedad, breve, concisa, lo abate como un golpe, lo agrede, indefenso, con la guardia baja. Este cambio, esta mudanza inesperada, resuena en su memoria familiar como un eterno y no deseado retorno.
Aún así, intenta sobreponerse. Si pudiera, elegiría permanecer en estado de pre-guerra, como pregonaba su admirado George Washington, agazapado, atento ante la aparición de otro nuevo maleficio, de un nuevo zarpazo del destino.
Le disgusta este reciente estado de cosas. Frunce su nariz y sacude su cabeza con preocupación. Su inquietud y su incomodidad, así como su angustia, resultan evidentes e indisimulables.
Provisoriamente, ha perdido su espacio en el Hospital. Trasplantado a un nuevo entorno se lo nota perdido y desorientado. Sus fieles objetos personales lo siguen acompañando desparramados en este sitio, más amplio y espacioso que el anterior, pero crudamente hostil y extraño.
Igualmente, la habitación conserva cierto orden preestablecido en el que León insiste obstinadamente, como un ritual renovado, una disposición litúrgica compulsiva y arbitraria.
Probablemente allí encuentre algún refugio para consolar tanto trajín trashumante, tanto errar por ninguna parte, siempre a la intemperie, consumiendo sus horas, sus días, detrás de un sueño inhallable.
Quinto encuentro (20.09.06)
.«Nunca imaginé que iba a vivir esto”.
“Hoy la realidad se ha convertido en una pesadilla. Mirada a través de los ojos de Herzl, quien desde fuera buscó un lugar en la realidad en el que los judíos tuvieron cabida y pudieran al mismo tiempo aislarse de la realidad, mirada de ese modo, la realidad es horrible más allá de donde alcanza la imaginación humana y sin esperanza más allá del poder de la desesperación humana”.
«El estado judío: cincuenta años después», Hanna Arendt.
El presente de León continúa siendo incierto. Sigue refugiado en el segundo piso a la espera de nuevos pacientes para poblar el desalojado séptimo piso, y entonces así, regresar a la normalidad de su existencia en su antiguo lugar.
Mientras tanto, prolonga su presencia como extranjero, entre escéptico y resignado, preso de la burocrática dilación hospitalaria. Aún sintiéndose respetado, esta dependencia le impide vislumbrar un futuro previsible, apacible, capaz de permitirle sobrellevar la inclemencia de su deteriorada salud.
Nunca imaginó que su vida iba a quedar tan fuera de su alcance, tan ajena a su voluntad y a su deseo, confinada a cuestiones azarosas e incontrastablemente anómalas.
Sus héroes (súper hombres) son judíos, como el padre del sionismo Theodor Herzl o su mano derecha el escritor húngaro Max Nordeau. Apela a ellos frecuentemente cuál caballito de batalla. También a los mártires judíos de la calle Mila18 que se levantaron heroicamente en el Ghetto de Varsovia. Desea: “morir en paz” y, como ellos “que la muerte me encuentre luchando”.
Menciona el Caso Dreyfus, como disparador político en la vida de Herzl y, en especial, de Max Nordeau. Su esposa, que no era judía, incidió decisivamente en sus convicciones ideológicas y en la necesidad de la creación de un Estado Nacional independiente para albergar al castigado pueblo judío.
La proximidad de las fiestas judías le ofrece un ámbito espiritual, nutriente e introspectivo, sustento vital e imprescindible que lo contiene y arropa. Esta necesidad reflexiva es preeminente. Sin ella, su trascendencia humana se extinguiría en un océano sin señales ni referencias.
Sexto Encuentro (10.10.06)
¿Resignificación o esperanza?
Añoranza del terruño.
Ocultar el dolor.
Nuevamente volvió a pasar mucho tiempo sin ver a León. Un periodo largo y significativo, durante el cual transcurrieron las fiestas de Rosh Hashaná y Kipur.
Cuando nos volvemos a ver, León no dice mucho sobre esa circunstancia dedicada a la introspección, oportunidad en la que su mente recorre territorios conocidos y familiares, muchas veces emboscado por recuerdos y añoranzas.
¿Por qué parajes deambula? ¿Qué lugares visita? ¿Acaso se detendrá en su pequeño terruño polaco? ¿En cuáles paisajes permanecerá absorto, contemplativo?. Como un viajero sabio elige guardar esos detalles, preservarlos de la interpretación ordinaria, atesorarlos secretamente en algún rincón inalcanzable e indestructible.
Un dolor arcaico atraviesa su cuerpo como una lanza, todo su ser está tomado por esa exasperante presencia, inevitablemente perturbadora. Su peso, su hondura es tal, que al irrumpir, contamina e invade cada célula hasta volverse insoportable.
Su padecimiento, indisimulable, lo irrita hasta la desesperación, aunque esa conocida molestia ya se ha vuelto familiar.
Por más que parezca resignado a su suerte y se lo perciba extraviado, casi a la deriva, se las ingenia para enfrentarse a los temporales propios de su existencia.
En medio de esas tempestades consigue, en una desigual lucha cuerpo a cuerpo contra su propia naturaleza, apropiarse fugazmente del timón de su devenir. Entonces descubre un bien que creía escaso, casi extinguido, un poder desconocido.
Su apariencia, vulnerable y frágil, su piel que apenas lo protege, contrastan con este gesto rebelde y combativo, con este coraje nuevo e inesperado.
Sostener su norte, erguirse hacia alguna dirección, plantarse en eje sobre la tierra constituye su gasto diario. Adiestrarse para permanecer imperceptiblemente presente, desintegrarse para quedarse, efímero y etéreo, como una hoja al viento.
Séptimo Encuentro (25.10.06)
Diplomacia: tramitar para sobrevivir.
Ayuno necesario.
Encontrar al Hospital más activo y vivaz que otras veces representa una buena noticia. Igual que verlo a León acomodado a su cada vez más prolongada estadía en el segundo piso. Aquello que comenzó siendo temporario, que se suponía provisorio, se ha trastocado con el paso de los días en una readaptación forzosa, una nueva prueba a la que lo somete la vida.
Él sabe que deberá convivir con estas contingencias y tramitarlas diplomáticamente por el resto de su vida, lo cual renueva el reto cotidiano de tener que nadar por esos mares agitados y plagados de obstáculos y acechanzas.
En este movimiento circular en el que se conjugan el final con el punto de partida, se nos revela la debilidad de nuestra impronta sobre nuestra propia existencia, el pensamiento ilusorio de pretender controlar nuestras vidas.
Ser protagonista de semejante peripecia le impone estar atento y prevenido, aguzar sus sentidos y permanecer alerta a las señales, muchas veces imperceptibles, que aparecen en su derrotero. Su supervivencia en la diáspora hospitalaria está amenazada, permanentemente en jaque. Comprende que cada uno de sus movimientos y actitudes le conciernen y lo afectan decisivamente.
Cito a Hannah Arendt: “Pasó, probablemente para siempre, aquella preocupación de los judíos durante siglos: sobrevivir a cualquier precio. En lugar de ello, encontramos en los judíos un rasgo esencialmente nuevo: el deseo de dignidad a cualquier precio”.
El ayuno aparece en su vida como resultado de una necesidad vital. Paradójicamente, él puede prescindir de todo aquello que a los demás mortales nos resulta imprescindible. Apela a su voluntad para sortear los reclamos de la naturaleza y construye su fortaleza sumergido en esa delicada zona donde subyace lo sustancial, encubierto, casi imperceptible.
Del viejo Hospital Israelita “Ezrah” (ayuda, en hebreo) queda poco o nada en pie. León es testigo privilegiado de las innumerables mutilaciones sufridas en éstos últimos treinta años. Nadie mejor que él para testimoniar acerca de las bondades y excelencias médicas, que se fueron erosionando con el paso de sus gélidas administraciones.
Disgresiones
El misterio (la incógnita) en oposición a la sentencia.
El descubrimiento como un trabajo arqueológico: un recorrido sin final.
“Uno es esclavo de sus palabras”.
“Tzures” “Hay una palabra judía que viene a propósito de las «nouvelles» de Perla Suez: Tzures. Cuando Déborah, en «Letargo», le pregunta el significado a su abuela, ella le contesta: “Tzures son tzures”. Más tarde Déborah recordará: “Había algo cruel dentro de esa palabra”. Sin traducir, ella sospecha que ahí, en esa palabra hay algo y ese algo es cruel. La sospecha sabe traducir. Esa sospecha, el acto de sospechar, constituye, ni más ni menos, una moral de la escritura: sospechar de la palabra. Porque en la sospecha hay un saber”.
Prólogo de «Trilogía de Entre Ríos», Perla Suez de Guillermo Saccomano.
“El silencio es el ruido más fuerte, quizás el más fuerte de los ruidos”. Miles Davis.
Brit Milha: Brit significa Pacto. Milha significa Palabra. Y alude al pacto de palabra entre Dios y Abraham por el cual: “será circuncidado todo hijo varón de entre vosotros. Circuncidareis, pues, la carne de vuestro prepucio y será por señal del pacto entre vosotros y yo» (Génesis 17:7-11).
“Usted es un misterio”, dice León refiriéndose a que no encuentra razones para mi insistente presencia en el Hospital. Ésta vez, intentando captar en imágenes junto a Sebastián algún aspecto, un rastro o alguna señal que me ayude a develar algo más sobre mi propio enigma.
“Si a un cerdo le ponen una corona, sigue siendo un cerdo”, dictamina León, en una desacostumbrada cita auto referencial.
Nombrar lo misterioso abre interrogantes, invita a la reflexión, propone un viaje hacia el conocimiento y al discernimiento. En cambio, sentenciar bloquea, clausura toda posibilidad de discusión, postula fríamente la muerte dialéctica.
Lo realmente inquietante es abordar al descubrimiento como a un trayecto sin final, en tránsito por esa tierra de nadie, donde lo sustantivo es posponer cualquier certeza o afirmación absoluta.
Sólo entonces tendrá sentido anclar en cada partícula, en cada pista, explorar su contenido, observar e interpretar, como en un trabajo de campo, tejiendo y elaborando hipótesis, hasta encontrar nuevas revelaciones, indefinidamente, desechando las conclusiones y los prejuicios.
Porque tal como lo expresa León: “uno es esclavo de sus palabras”. Para él, una vez pronunciadas, es imposible desdecirse y sólo nos queda hacernos cargo de ellas con toda su implicancia y su peso.
Utiliza la palabra en yiddish: “tzures”, para mencionar los achaques propios de su edad y del paso del tiempo. Palabra indisolublemente judía, cuyo verdadero alcance es imposible delimitar, dada su particularidad y su hondura emocional.
Desdeña el silencio, lo perturba, lo intuye violento, opresivo. Necesita ocupar ese espacio vacío e inquietante, su densidad lo tensa y agobia. Los sonidos y los murmullos hospitalarios, ajenos y distantes, lo devuelven del desasosiego.
Leo parte del discurso del escritor israelí David Grossman, quien perdió a su hijo Uri, dos días antes de que terminara la última guerra en El Líbano: “Hubo una guerra. Israel mostró su poderoso músculo, pero tras él se vislumbró precisamente su impotencia y su fragilidad”.
Aunque, algo distante, León escucha atentamente…
“Hablo aquí esta noche en calidad de quien su amor por esta tierra es duro y complejo. Pese a ello, es un amor unívoco. Y hablo en calidad de quien el pacto que siempre mantuvo con esta tierra se convirtió en su desgracia, en un pacto de sangre”.
León asiente silenciosamente. Prefiere no seguir escuchando.
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