Todo lo que siempre quisiste saber sobre cultivos transgénicos pero no te atreviste a preguntar

De Boris Krygel

27 de Ago de 2021

Foto: Grain.org
(Foto: Grain.org)

¿Has saboreado una manzana orgánica? ¿O algún tomate agroecológico, tal vez? No se trata de ejemplos arbitrarios: en estos dos frutos en particular, las diferencias en su gusto y textura –en comparación con sus pares tratados con agrotóxicos– son tan pero tan contundentes, que una vez que los hayas probado no querrás saber nada de volver a la alternativa tradicional, no-orgánica.

La diferencia notable en el sabor es lo más fácil de verificar de inmediato, pero a eso le debes sumar todas las virtudes nutricionales y terapéuticas propias de las frutas y verduras, que se potencian significativamente cuando estas son libres de agroquímicos. Se ha comprobado sobradamente que los vegetales orgánicos contienen una mayor concentración de nutrientes y compuestos antioxidantes que aquellos otros que han sido cultivados de la manera convencional.

Esto se debe a que al no utilizarse productos químicos para protegerlas de las plagas, las plantas se ven obligadas a sintetizar una mayor cantidad de antioxidantes, que actúan como su única defensa natural. Tal es el caso de los arándanos, cuyas propiedades anticancerígenas son bien conocidas. También se demostró que el maíz orgánico puede llegar a presentar un 52% más de ácido ascórbico que el tradicional, y que los pimientos y tomates agroecológicos contienen una mayor concentración de carotenoides que sus pares tratados con agroquímicos.

Pero ahora vienen las malas noticias… La contracara de la agricultura orgánica, agroecológica, biodinámica y sustentable son, precisamente, los cultivos “transgénicos”, término que para los puristas es una deformación lingüística de “organismos genéticamente modificados” (OGM), es decir, aquellos a los que se les han incorporado genes de otras especies –mediante ingeniería genética– con el fin de obtener resultados específicos.

En 1986, la multinacional de biotecnología Monsanto desarrolló la primera especie vegetal genéticamente modificada: una planta de tabaco resistente a los antibióticos. Y en 1994, por primera vez se aprobó la comercialización de un OGM: el fallido tomate Flavr Savr, que había sido alterado genéticamente para que durara más tiempo una vez cosechado y resistiera mejor la manipulación, pero que debió ser retirado del mercado dos años después porque era insípido y, aun sin descomponerse, “acababa resultando poco apetecible, con una piel blanda, un sabor extraño y cambios en su composición”.

Hace décadas que los cultivos transgénicos son objeto de intensas controversias alrededor del mundo, de las que participan desde científicos, biólogos y médicos, hasta movimientos de campesinos que luchan por preservar su tan preciada soberanía alimentaria, organismos internacionales y líderes políticos.

Según datos de 2019 del International Service for the Acquisition of Agri-biotech Applications, ese año, 17 millones de agricultores de 29 países sembraron cultivos transgénicos, totalizando una extensión de 190,4 millones de hectáreas. La gran mayoría de ellas pertenecen a cuatro países americanos: EE.UU., Brasil, Argentina y Canadá . El quinto país en el ranking de transgénicos es India. Casi todas las plantaciones son de soja y maíz, y el resto, principalmente de algodón y canola.

Lo más grave es que estos cultivos no fueron alterados genéticamente para obtener mejores rindes, ni para que sean más nutritivos, ni –mucho menos– para que se pueda reducir el uso de agrotóxicos. La mayoría de ellos fueron modificados para que sean inmunes ante el herbicida Roundup (el tristemente célebre glifosato), producto de la corporación Monsanto que actualmente es comercializado por Bayer. Se los conoce como “cultivos Roundup Ready”.

Esto explica por qué un modelo perverso, probadamente devastador de los suelos y altamente contaminante y dañino –tanto para las poblaciones comprometidas como para su flora y su fauna–, aún cuenta con el beneplácito y la defensa de tanta gente que se vale de argumentos endebles para justificar lo injustificable. Porque, claro, se trata de un negocio mega-multimillonario que involucra a una clientela cautiva de cerca de 20 millones de agricultores en todo el mundo, que no pueden quedarse atrás cuando se trata de defender su quintita. No se me ocurre un mejor ejemplo de “intereses creados”.

Monsanto se fundó en 1901 en Misuri. En un principio produjo aditivos alimentarios, como sacarina y vainillina, a los que les fue sumando, con el correr de las décadas, plásticos y fibras sintéticas. La compañía también fabricó productos polémicos como el insecticida DDT y el Agente Naranja, utilizado en la Guerra de Vietnam para matar a cientos de miles de personas, al tiempo que se destruían millones de hectáreas de selvas y cultivos domésticos.

En 1976 Monsanto dio a luz su producto estrella y el más polémico hasta el presente: el glifosato, un potente herbicida que arrasa con toda la flora a su paso y que, a raíz de su sencillez de uso y practicidad, se ha ido expandiendo vertiginosamente por todo el planeta.

Ante las innumerables demandas de damnificados por el glifosato en todo el mundo y de los estudios que las acompañan, que prueban su alta nocividad para el medio ambiente y la salud (graves malformaciones en la descendencia de los campesinos expuestos al herbicida, por ejemplo), Monsanto se ha limitado a desprestigiarlos, presentando contrapruebas que demostrarían su inocuidad. Pero la misma empresa aparece como el principal –si no el único– patrocinador de estos estudios, por lo que carecen de objetividad y no cuentan con la aprobación de gran parte de la comunidad científica.

Pero prepárate, que ahora viene lo peor… En los noventas, y más notoriamente en el nuevo milenio, Monsanto encabezó una cruzada por acaparar el control total de granos, tanto para la producción masiva como para pequeños agricultores de todo el mundo. Arremetió con su negocio de semillas transgénicas patentadas, bajo el dudoso pretexto de satisfacer la creciente demanda de alimentos, granos, cereales y otros cultivos como el algodón y la soja. Su eslogan marketinero aludía a una presunta “Revolución Verde”…

Esto provocaría la bancarrota de numerosos bancos de semillas y su posterior adquisición a precios viles por parte de la transnacional, que de esta forma pasaría a controlar buena parte del comercio de las simientes, instaurando un monopolio absoluto en algunos países. Monsanto no solo patentó sus nuevos genes, atropellando jurídicamente a cualquiera que usara sus semillas sin pagar sus derechos de propiedad intelectual, sino que incluso los diseñó genéticamente para que no pudieran tener descendencia.

Un grano de maíz nacido de una semilla de Monsanto no tiene la capacidad de germinar nuevamente, y así el agricultor se ve obligado a tener que volver a comprársela a la multinacional, pagándole por esta suerte de “derechos de propiedad intelectual” sobre la semilla patentada. El modelo siniestro se completa con el uso de pesticidas de otra empresa, que por detrás sigue siendo la misma Monsanto, que funcionan óptimamente con las plantas transgénicas y aseguran una buena cosecha.

En México, ante la reciente prohibición del glifosato por decreto presidencial de fines de 2020 –que ordena que se terminen los cultivos transgénicos para 2024–, miles de pequeños agricultores se han llevado la sorpresa de que ahora no disponen de maíz natural para volver a sembrar y reutilizar el nuevo grano, y en muchas regiones la salvación ha venido de la mano de campesinos que hasta ahora se habían resistido al cultivo de transgénicos, y de cuyas cosechas ahora depende la supervivencia de esta actividad milenaria.

El punto de inflexión en la loca carrera de Monsanto por continuar detentando su poderío ilimitado se produjo en 2016, cuando Dewayne Johnson, un jardinero que había demandado a la compañía por 289 millones de dólares alegando que había desarrollado un cáncer terminal provocado por la exposición al glifosato de los herbicidas Roundup, ganó el juicio. Tras la apelación de los demandados, la jueza redujo la compensación a 89 millones. Nadie lo podía creer; lo que al principio parecía una quijotada se terminó transformando en un leading case que sellaría el destino de Monsanto (por goleada).

En 2018 la multinacional Bayer compró Monsanto por 63.000 millones de dólares, y tras disolverla como marca, debió absorber las demandas y multas heredadas, viéndose notoriamente afectada su reputación. Inmediatamente después de anunciar la adquisición, las acciones de Bayer cayeron un 8%, y luego hasta un 14% tras los fallos de la Corte en contra de la ahora extinta Monsanto.

Si bien ese fue un “tiro para el lado de la Justicia”, la soberanía alimentaria de los pueblos sigue en jaque por otra gran amenaza, que ya lleva más de 30 años, y que fue lo que motivó la fundación de Grain.org. Sin las semillas no sería posible la agricultura, y hace miles de años que los pueblos del mundo entero lo saben. Protegerlas y facilitar el libre acceso a ellas es vital para todos, y esto es algo que trasciende culturas, ideologías y religiones.

La noción de que la semilla debe circular libremente está tan arraigada en el inconsciente colectivo de los pueblos, que todos los sistemas nacionales de semillas vigentes hasta 1960 se construyeron sobre la premisa de que las simientes almacenadas estaban a disposición de quien las pidiese. Así, el libre acceso, la custodia, el uso y el intercambio de las semillas se erigieron como los pilares fundamentales de las identidades culturales, de la expansión de la agricultura y de la capacidad de los pueblos para asegurarse su alimento, su medicina, su vestimenta y su vivienda.

Pero en 1961 se creó una organización intergubernamental de apenas 6 países miembros, con sede en Ginebra: la Unión Internacional para la Protección de Obtenciones Vegetales (UPOV), que emitió un documento fundacional sobre la supuesta “protección de las obtenciones”, que en realidad era un primer intento de privatización de las semillas.

El documento fue la versión inicial de lo que hoy conocemos como el Convenio UPOV: un pequeño grupo de grandes productores a nivel internacional –mayormente corporaciones– se adjudicó la prerrogativa de apropiarse de las semillas, excluyendo la posibilidad de que el resto de las comunidades las utilizaran libremente, a pesar de haber sido ellas quienes las habían domesticado y legado a la humanidad.

Desde entonces, la UPOV trabaja exclusiva y explícitamente en pos de la privatización de las semillas en todo el mundo, imponiendo estos derechos de propiedad intelectual sobre las variedades vegetales y monopolizándolas a favor de las corporaciones. A dicho mecanismo de privatización, que para muchos es la expresión máxima de la guerra contra el campesinado, la UPOV lo denomina “derechos de obtentor”. El equipo de Grain produjo el estupendo video de animación UPOV: el gran robo de las semillas, que en menos de 3 minutos retrata magistralmente la problemática.

 

Ante este panorama tan poco alentador, lo mejor que podemos hacer, al menos en nuestro carácter de consumidores responsables, es comenzar a incorporar a nuestra dieta alimentos orgánicos y agroecológicos, comprados directamente de los pequeños y medianos productores.

Por mi parte, si bien conozco la agricultura orgánica y biodinámica desde hace décadas, recién hace 11 años que pude comenzar a comprar productos de esta naturaleza en Buenos Aires, todas las semanas, gracias a la creación del mercado comunitario Sabe la Tierra (que actualmente cuenta con una red de 350 productores distribuidos en 10 ferias, a las que asisten unos 25.000 consumidores al mes).

Si de a poco vas incorporando a tu estilo de vida este tipo de productos, automáticamente te estarás posicionando por encima de toda la problemática de los agrotóxicos, los OGM, la degradación del medio ambiente y las persecuciones de los pequeños agricultores que se rebelan ante la injusticia de las patentes. Ya no te salpicarán más…

De más está decir que en los mercados de productos orgánicos y agroecológicos no tienen cabida los transgénicos ni los vegetales contaminados con agroquímicos. Su éxito radica en una buena selección inicial de los productores participantes –por parte de los coordinadores de las ferias–, y luego en la confianza que se va generando entre ellos y los concurrentes, a partir del trato frecuente semana a semana.

(Foto: SabeLaTierra.com)

 

 

Boris Krigel

Boris Krygel es escritor y periodista especializado en calidad de vida y caminos de autorrealización. Fundó y dirige la consultora de generación y optimización de contenidos AKHYANA – Comunicación Responsable, a través de la cual brinda servicios de redacción, corrección y edición integral de textos, ghostwriting y storytelling. Es budista practicante desde hace más de 20 años (budismo tibetano, linaje Kagyu) y colaborador permanente en Mente Total.

 

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3 Comentarios

  1. Rodolfo

    Excelente artículo. Muy ilustrativo.

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    • unaisladeideas

      Muchas gracias!

      Responder
  2. Alma

    Wawww! Al fin alguien me lo explica tan claro y sin tecnisismos. Hay algún portal de productores orgánicos para saber donde ponen sus mercados y ferias en México?

    Responder

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