Nenita
Las infancias son un pozo de oro y cuando las recuerdan buenos escritores, la exquisitez es doble. No he leído «Visión de la memoria», de Tomas Tranströmer; aunque tu comentario me abrió el apetito por conocerlo. También tu análisis resalta lo onírico de la niñez del escritor. Aparecen sueños difusos, otros temerarios a propósito de sus recuerdos escolares, etc.
Por mi parte recordé uno de mis libros preferidos «Las palabras» («Les mots»), de Jean Paul Sartre. Allí relata ordenadamente su vida apegado a su madre Anne Marie Schweitzer en casa de sus abuelos Louise Guillemin y Charles Schweitzer. Vivían protegidos por ellos porque su padre Jean Baptiste Sartre murió cuando el niño Jean Paul tenía dos años. De ahí la dependencia absoluta que tenía con sus abuelos, quienes llamaban al cuarto que compartían el niño Jean Paul y su madre «la pieza de los niños».
Su abuelo era Pastor protestante, profesor de francés o de alemán, dependiendo quien fuera la autoridad política de los alsacianos. «El enemigo nos da de comer», decía el abuelo. Jean Paul no tenía juguetes, era el único pequeño de esa casa y se entretenía durante horas hojeando los diccionarios de su abuelo. «Les mots» consta de dos partes, la primera parte se titula «Leer» y la segunda «Escribir». ¡Ambas, una maravilla!
Los niños de la Literatura chilena son igualmente, mágicos. «La vida simplemente», de Oscar Castro, posee una dulzura e inocencia fascinantes. El narrador-protagonista cuenta que vivía en un barrio rancagüino al lado del «Farolito azul», un pobre letrero de un prostíbulo también pobre. El niño, a veces, iba a comprarles cigarros a alguna de las asiladas y recibía veinte centavos de propina que, para él, era un dineral.
Y los niños de «Hijo de ladrón», de Manuel Rojas, son inolvidables. Esas infancias son las clásicas de la literatura chilena… son infancias desvalidas, con carencias, pero a pesar de todo, felices. También destaco las infancias solitarias y valerosas de los niños campesinos, de Marta Brunet. Y cómo no recordar a Enrique Quilodran, el protagonista del libro «La sangre y la esperanza», de Nicomedes Guzmán, novelista destacadísimo del Realismo Social.
Olvidábamos a Papelucho, el niño que quiere inventar maldades para asustar a su «nana» y que goza cuando no se lava los dientes. Cuantos recuerdos me provocó tu escrito acerca del libro » Visión de la memoria», del escritor sueco Tomas Transtrōmer, impedido del lenguaje oral por un accidente cerebral que hace maravillas al escribir, como creador sobrepasa cualquier límite.
Pablo
Recuerdo a Óskar el pequeño protagonista de «El tambor de hojalata» (1984) película alemana coproducida por Alemania occidental y Francia, dirigida por Volker Schlöndorff. Basada en la novela homónima del premio Nobel Günter Grass indaga en la vida del niño, que a la edad de tres años decide dejar de crecer, decepcionado de la hipocresía del mundo adulto. Milagrosamente, él obtiene su deseo.
Desde su particular mirada nos cuenta en tercera persona su propia vida y, al mismo tiempo, asistimos al drama del devenir histórico de su patria durante la Segunda Guerra Mundial.
El protagonista de esta novela aparece por primera vez en un poema que Grass escribió en 1952 y terminó desechando. Meses después, de paso por Suiza, se inspiró en un niño de tres años, aporreando un tambor de hojalata, indiferente a todas las crueldades de las que era testigo.
Óskar (David Bennent) es un niño que tiene un comportamiento sumamente extraño. Rechaza abandonar el pueblo donde vive hasta que su madre Agnes (Angela Winkler) le regala un tambor. Mientras los nazis se apoderan de Danzig (más tarde Gdansk), los años pasan y Óskar sigue siendo un niño, golpeando incansablemente su tambor y expresando a gritos su rechazo al horror que lo circunda.
También recuerdo a la pequeña Ana Torrent en un papel protagónico del film «Cría cuervos» (1976) dirigido por el español Carlos Saura. Testigo silenciosa del sufrimiento y de los padecimientos de su madre enferma, personaje interpretado por Geraldine Chaplin, víctima de su esposo, un ser inescrupuloso e insensible, representado por Héctor Alterio. Pocas veces hemos visto en el cine una mirada tan profunda e incisiva de una niña poniendo en evidencia la falsedad del universo de los mayores con tanta claridad y expresividad. Inolvidables sus enormes ojos negros iluminando su sombria realidad!
Susan
“Sin el sueño y la fantasía, el hombre se envilece. Es ciencia muerta”. Malba Tahan.
Cuando tenía 13 años, llegó a mis manos “El hombre que calculaba”, del autor Malba Tahan. Las ilustraciones del libro me daban la bienvenida a un mundo de mercaderes en el desierto, beduinos, princesas y problemas matemáticos sorprendentes. Cada capítulo narraba una historia en ciudadelas mágicas o en algún oasis. “El hombre que calculaba” combinaba las matemáticas con sorpresas, magia y poesía. Al adentrarme en su lectura comprobaba cómo el universo de los números servía para resolver disputas, dar sabios consejos y superar peligros.
El narrador forma parte de la historia contándonos las vicisitudes de Beremiz Samir. Ambos emprenden juntos un viaje. Beremiz Samir, “El hombre que calculaba”, desarrolla un talento para dominar las matemáticas, hábil en el arte de contar sin error, resuelve problemas y situaciones complicadas con gran simplicidad y precisión. Esto siempre acompañado de una reflexión ética y de justicia.
El autor trasciende una mirada abstracta de las matemáticas mediante su proyección al contexto filosófico, religioso y científico de la sociedad árabe en su periodo de esplendor civilizatorio.
Cada capítulo deja una enseñanza matemática y profundas lecciones de sabiduría, integridad, sencillez y capacidad de asombro. En suma, leer «El hombre que calculaba» es una experiencia transformadora de aprendizaje para la vida.
Malba Tahan, cuyo verdadero nombre era Julio César de Mello y Souza, fue un escritor y profesor de matemáticas brasileño (1895-1974). Murió en Recife, Brasil a los 79 años, mientras impartía un curso para maestros.
Los 35 camellos
Un forastero iba camino a Bagdad y de repente encontró a un hombre pobremente vestido que se paraba y decía 12.000.035 y se sentaba en una piedra y se cubría la cara con sus manos y volvía a levantarse y decía otro número aún más grande. Le llamó mucho la atención y le preguntó qué hacía y él le contó que contaba los árboles y sus hojas, también podía contar un enjambre de abejas de una ojeada. El forastero convence a Beremiz (El hombre que calculaba) para que lo acompañe a Bagdad ya que con esa asombrosa habilidad puede tener un trabajo allí. Beremiz se acomoda en el camello del forastero y siguen el camino hacia Bagdad. En el camino se encuentran con tres hermanos que se estaban peleando por lo que su padre les había dejado como herencia. Eran 35 camellos.
El padre dijo que al mayor debía corresponderle 1/2 (la mitad), al hijo del medio le tocaba 1/3 (un tercio), y al pequeño 1/9 (un noveno). El hijo mayor dijo: “A mí que soy el mayor me corresponde la mitad de 35 que es 17,5. A mí hermano del medio le corresponde un tercio de 35 que es aproximadamente 11,6. A mi hermano pequeño le corresponde la novena parte de 35 que es aproximadamente 3,8”.
Beremiz les dijo: “yo puedo resolver esta situación. Les propongo unir el hermoso jamal de mi amigo a los 35 camellos de la herencia.”
El forastero se molesta y le dice a Beremiz: “Pero ¿cómo seguiremos nuestro viaje?, Beremiz le susurra al forastero: “confía en mí”
El forastero miraba extasiado. Ahora había 36 camellos y los repartos serían para el mayor de los hermanos 36/2 ,18 camellos. Para el del medio 36/3, 12 camellos y para el más pequeño 36/9, 4 camellos. Los hermanos quedaron felices con el reparto pues salieron favorecidos respecto a las anteriores cuentas con los 35 camellos.
Entonces, de acuerdo con este reparto tenemos: 18 más 12 más 4, nos da un total de 34. Beremiz entrega el jamal a su amigo el forastero y le dice a los hermanos “este camello me corresponde por haber resuelto esta situación conflictiva”. Se despiden y se va cada uno en su jamal camino a Bagdad.
Felicitaciones por éste posteo tan diferente e innovador .
Nenita Pablo y Susan nos relatan emotivas experiencias vividas., relativas a la infancia, juventud y adultez provocadas por lecturas y películas que posiblemente dejaron en sus corazones emociones de tristeza, placer y alegría.
Al comentar estas situaciones vividas por los participantes de éstos recuerdos, con mi hija Claudia recordamos que cuando era pequeña su profesor leyó el cuento “El vaso de Leche” de Manuel Rojas era impresionante escuchar el relato del marinero que moría de hambre y la enternecedora solidaridad hacia un desconocido que padecía miserias.
¡Gracias por llevarnos a los recuerdos de la infancia!
Nos encantó rememorar recuerdos imborrables de nuestras infancias. Nos parece necesario reencontrarnos con nuestro niño interior.
Qué hermosa nota!! Felicitaciones Susi, Nenita y Pablo. Inmediatamente recordé los cuentos de Óscar Wilde y Marta Brunet
Gracias por tu comentario!