Desde el principio del film «La enfermedad del domingo» (2018), del realizador y guionista español Ramón Salazar, nos encontramos con una propuesta de tono cuidado, de cadencia lenta en la que predominan las omisiones, para descubrir ese vínculo, esa unión invisible que se crea entre sus protagonistas femeninas, madre e hija, frente el abandono y la orfandad.
Después de casi treinta y cinco años sin verla, la hija le hace una propuesta a su madre quien la acepta sin mucha convicción: convivir diez días sin aclararle las razones de tan insólita petición. Madre e hija separadas por una larga ausencia que las convierte en dos seres desconocidos y un deseo elaborado desde la carencia afectiva, pero mucho más desde la necesidad amorosa más entrañable.
Susi Sánchez (Anabel, la madre) y Bárbara Lennie (Chiara, la hija) construyen sus roles desde el silencio, más allá de las palabras. En esta convivencia forzada deberán aprender a reconocerse y en esa búsqueda reaparecerán, primero metafóricamente, más tarde concretamente, las marcas y las cicatrices de su atormentada historia.
Lentamente, a medida que discurre la película, el director empieza a dar señales de la razón de la solicitud de Chiara de llevar a su madre a la casa pueblerina en Francia donde vivieron en su infancia junto a Mathieu, su padre, en la que ella vive en la actualidad. Ese lugar en el que quedó inmovilizada en la oscuridad de un pozo del que nunca pudo salir.
Chiara es una niña abandonada sumida en su “memoria inmóvil”, término que evoca y define su padre al hablar con Anabel: “Hay una memoria que se estanca, es muy poderosa y si no somos capaces de ponerla en movimiento nos arrastra hacia abajo”.
Con una gran economía de medios el director va reconstruyendo las experiencias vividas entre ambas. Como el recurso de iniciar algunas escenas con una foto fija para marcar la separación entre secuencias que luego adquirirá un significado especial una vez avanzada la película: utilizar la proyección de diapositivas como una forma de mostrar cómo sus experiencias quedaron «congeladas», inmóviles en el tiempo.
El tratamiento de la banda sonora sufrió una modificación producto de la necesidad del director de despejar los estímulos externos y darle espacio a la actuación, sin influir en la reacción emocional del espectador.
Cuando Chiara finalmente le susurra al oído a su madre el motivo real de su invitación, no lo escuchamos, pero luego lo veremos. El final, de una crudeza inusual, es desgarrador y nos plantea un dilema de difícil resolución.
Muy interesante