Recordar puede ser gratificante cuando miramos aquello con lo que fuimos felices durante la infancia y la adolescencia. Sin embargo, cuando pasa el tiempo, nuestra mirada adulta podría mostrarnos otra realidad. Entonces, ¿es acaso posible conservar la magia? La respuesta tal vez la encontremos en Kramp, la novela de la escritora María José Ferrada (Chile, 1977).
Al iniciar su lectura llama la atención la referencia a los nombres de sus personajes donde solo aparecen las iniciales, D y M. La protagonista de Kramp es M, una niña de ocho años. Una niña sorprendente, que conmueve por su descollante madurez al acompañar a su padre D en sus viajes, ofreciendo productos de ferretería cuya marca es Kramp y pintando un país repleto de fantasmas.
El día en que el hombre pisa la luna, D empieza a trabajar como vendedor viajero de productos Kramp. Se dedica con responsabilidad y pasión a vender tornillos, tuercas, serruchos y martillos. A medida que su hija M va creciendo, se involucrará alegremente en el negocio, a escondidas de los maestros de la escuela y de su madre que aparece como viviendo en su propio mundo. La niña y su padre crearán un equipo exitoso para vender productos a las ferreterías de los pueblos, y al mismo tiempo, forjarán una relación de complicidad inquebrantable.
La novela está narrada en primera persona por M y lo que parece muy simple se complejiza cuando nos adentramos en ella. Porque si hay algo que tiene esta historia es la aparición de la verdad y el descubrimiento que tiene la protagonista de situaciones que pasan inadvertidas en el momento, pero que adquieren otro sentido en la medida que M va creciendo.
Nos transporta a un tiempo de felicidad en el que M viaja con su padre a los pueblos del sur de Chile y también en el que los fantasmas pueblan los lugares abandonados. Son varias las incógnitas que surcan la infancia de M, pero no será hasta su adolescencia cuando logrará entender. Una verdad de sombras y secretos cuando ella creía que todo era luz.
Seremos testigos de cómo la inocencia de una niña desaparece poco a poco, hasta llegar a un punto donde se destapa otra historia. El paso de la niñez a la adolescencia trae consigo un cambio de visión, donde empezamos a darnos cuenta de lo que realmente ocurre y que Maria José Ferrada transmite magistralmente.
“El mundo de los fantasmas es tan diminuto como el de las personas” dice en un momento la pequeña narradora de esta historia de viajes y secretos, y al pronunciar esta frase nos presenta el enigma de un país entero.
María José Ferrada se sumerge en la dura época que han dejado los años más oscuros de Chile, sin que en sus páginas leamos lamentos ni acusaciones. No hay nombres, sólo iniciales y la libertad imaginativa para querer adentrarnos en esta historia. M, nos hablará de su padre, de los amigos que lo rodean, de sus sueños y del gran carpintero del universo, mientras el polvo de los caminos de los pueblos que visitan mancha sus zapatos y el sudor sus camisas, hasta hacerle olvidar el drama que comienza a descubrir en su familia y que golpea a su país. También nos contará de su madre, de su quietud y del férreo orden que un nombre le inflige a su memoria.
Kramp parece una novela sencilla, el disfrute de una niña que juega a ser mayor por un tiempo, pero nos muestra también un análisis de la desolación:
“Te vuelves humo. Con los restos, los del futuro hacen lo que pueden. Había entendido uno de los mecanismos de la existencia. Y habría llegado más lejos si no fuera porque D me avisó de que nuestro tren ya estaba allí”.
“A ver si en el infierno te quedan ganas de seguir buscando huesos, perro de mierda”.
Paradójicamente, Kramp es una novela que tiene una frescura que hace que no paremos de leer y, que al terminar su lectura, resulte ser como una clase de filosofía de axiomas incuestionables. Veremos temblar a una niña bajo un árbol de morera cuando los fantasmas dejan de serlo, pero sin cometer la imprudencia de señalar a quienes los convirtieron en fantasmas. Kramp es como un milagro breve, una de mis lecturas luminosas e imprescindibles. Esa parte de la belleza que sólo pertenece a los ojos con que se mira el mundo desde la infancia.
“Los trayectos que más me gustaban eran los de vuelta. Y no era porque al terminar la carretera quedara mi casa, sino por el efecto lumínico que se producía al final de las tardes y que lo simplificaba todo. A esa hora, el mundo se parecía a la maqueta que había visto en una de las tantas ferreterías que visitábamos. Alguien recortó los árboles y los puso en esa línea recta a la que por convención llamábamos carretera, alguien talló una casa y la puso ahí (había usado una tijera de acero y una gubia). Y siguiendo ese razonamiento, al que me impulsaba la luz, alguien nos modeló a nosotros y nos puso ahí.
Gran Carpintero, pronuncié en voz baja, como si hubiera querido molestar a alguien que estuviera un poco sordo.”
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