Mi lengua con la punta de tu lengua

De Mónica Seguel

09 de Oct de 2021

Hasta que cumplimos un año, nuestras mamás nos bañaron juntos. A los dos, tú pintaste la pared de la sala de estar con lo que había en nuestros pañales y yo aprendí a decir tu nombre. Con tres comíamos aceitunas y sabíamos escupir los cuescos. A los cuatro años nos gustaba la oscuridad. Cinco, no queríamos lavarnos los dientes y botábamos una y otra vez los cepillos por la ventana. A los seis me cortaste un mechón de pelo. Te espié en el baño a los siete. Ocho, nos pasamos el primer mes de clases sin hablar con nadie más. Teníamos nueve cuando nos tocamos la lengua con la punta de la lengua. A los diez fue un beso y a los once nos hicimos hermanos de sangre pinchándonos el pulgar con un alfiler. Doce, bicicletas nuevas, helados de palito y los cigarrillos que le robamos a tu papá. El verano de los trece te dio amigdalitis por bucear todas las piedras que te lanzaba a la piscina. Catorce, me perseguiste el día completo preguntando si me pasaba algo, hasta que te tuve que decir que era para siempre. Quince, el primer baile que no fue un baile sino risas. Dieciséis, las conversaciones en la cocina de tu casa y las mismas conversaciones que se hicieron más largas con los toques de queda al año siguiente. A los dieciocho te pedí en vano que me sacaras de encima el peso de la virginidad. Te lo volví a pedir a los diecinueve, la noche en que me salvaste en esa fiesta. Y a los veinte ya no fue necesario. A los veintiuno nada cambió de verdad. Con veintidós te saqué de la cárcel después de ese concierto. A los veintitrés estabas ahí cuando les dije a mis padres lo que pensaba de ellos. Tenía veinticuatro cuando me dejaste esperando en la titulación y yo por miedo a que me las dieras no te pedí explicaciones. Me presentaste a un amigo a los veinticinco. A los veintiséis una noche dormimos juntos cuando terminaste con esa novia y mi novio nunca lo supo. A los veintisiete te mostré el anillo de compromiso, sonreíste y no dijiste nada. Un año después fuiste el padrino de mi hija. A los veintinueve te fui a despedir al aeropuerto y te pedí que me llevaras; otra vez te quedaste en silencio. Treinta, esa carta tan corta que parecía escrita a otra. A los treinta y uno, tu foto con esa mujer. Treinta y dos, recibí la primera postal. Rumores y silencio, treinta y tres. Treinta y cuatro, seguí mandando cartas que no respondías; te conté que tu amigo ya no era mi amigo. Treinta y cinco, un año sola con mi hija, el diagnóstico, los dolores y más cartas. Treinta y seis, leve recuperación y esperanza. Treinta y siete, me devolvieron la correspondencia que nunca recibiste. Treinta y ocho, un artículo tuyo en un diario extranjero. La recaída y un mail a los treinta y nueve. Pensé que el miedo a que muriera te traería de vuelta a los cuarenta. Enero, comida de campo, una curandera y baños termales, engordo un kilo y los analgésicos ya no alivian los dolores, pero las cartas que te escribo sí. Febrero, de vuelta en Santiago vacío los armarios, quemo hojas de canelo y boto papeles. Casi no como y me llenan de vitaminas que me dejan un sabor amargo en la boca. Menos ganas me dan de comer. Marzo, ordeno las fotografías, en la mayoría estás tú o mi hija. En el último tiempo casi no me han fotografiado, no me reconocerías, me he cortado el pelo y peso lo mismo que a los quince. Traslado el dormitorio al primer piso a principios de abril para no subir escaleras. Los cojines y el guatero de semillas y lavanda bajo la espalda me alivian. Mayo, el otoño ha botado las hojas del liquidámbar que está frente a mi ventana. Entra el sol de la mañana. Junio, me dan un derivado de la morfina para pasar el invierno en las nubes y a principios de julio mi hija cumple catorce años. Yo ya no te escribo. El frío no se me quita con nada. Me duele la piel y las sábanas pesan toneladas, agosto. Mi hija ha empapelado el cuarto con tus fotos y le pido a ella que te escriba ahora. Septiembre, no apareces. Uso pañales como cuando nos conocimos. Octubre, ella sabe que lo que fumo no es tabaco y con quien converso eres tú. Noviembre, mi hija se ha ido con su padre y la enfermera me tortura con paños húmedos y papillas. La casa se queda muy silenciosa, y en ese silencio de primavera esta tarde apareces tú, con tu traje de baño amarillo y un montón de piedritas en las manos. Abres las cortinas; en la ventana, el liquidámbar se ha poblado de brotes. Entra mucha luz. Me sacas de la cama, tengo el pelo atado en una cola, me llevas a pasear en bicicleta, comemos helados de palito y me ayudas a fumar. Se hace tarde, bailamos y no paramos de conversar y reír, me desatas el pelo. Nos agrada la oscuridad, pero a mí sólo me gusta cuando estoy contigo; ya no sangro cuando me inyectan ese líquido frío en el brazo, te muestro mi pulgar, me río, te juro que me duele donde nos pinchamos con el alfiler; tengo la boca muy seca, me das de beber con una esponja, tocas mi lengua con la punta de tu lengua, acomodas los cojines en mi espalda y me lavas el cuerpo con agua tibia. Te acuestas a mi lado y este verano te quedas a dormir conmigo y te digo de frente lo que siento y tú me dices que tú también.

Mónica Seguel

Monica Seguel nació en Santiago y vivió parte de su infancia en España y en Estados Unidos. estudió Diseño en la Universidad Católica de Chile, tiene un diplomado en Gestión y Administración Cultural de la Universidad de Chile, un postgrado en Psicología Transpersonal y está graduada en Psicología.

Se ha desempeñado en distintas áreas del diseño y en la gestión de proyectos culturales, como consultora en la psicología transpersonal y ha impartido talleres de escritura y análisis literario.

En 2006 fue coguionista de la serie Casados, de Chilevisión, que fue nominada al Mejor Guión de Televisión de los Premios Altazor, y en el año 2009 publica el  Color del Agua, su primer libro.

 

 

 

Categorías: Literatura
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9 Comentarios

  1. Elida Manuela Conde Mattaloni

    Estoy llorando…

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    • Marcela Arceo

      Tiene un gancho que te sostiene, desde el principio, atado a la historia. Hay un ritmo. Seguramente el de ese latido de un corazón que se va apagando.

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      • Mónica Seguel

        Gracias Marcela, y sí, tienes razón es como su corazón y su esperanza..
        Abrazo.

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    • Mónica Seguel

      Qué emocionante poder conmoverte, Elida. Muchas gracias

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  2. Ana

    Muy bueno y muy realista, con ese le guaje directo, sin adjetivos. No pude parar de leerlo hasta el final.

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    • Mónica Seguel

      Gracias Ana por apreciar la sencillez! Un abrazo.

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      • Luis

        Hermoso cuento. No podía dejar de leerlo…Felicitaciones…

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        • monica seguel

          Mil gracias Luís. Abrazo

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  3. Pablo vega guajardo

    Muchas veces el silencio es la que provoca la enfermedad…en esta vida todo es único así que solo tienes que hablar y vivir a concho……

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